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miércoles, 23 de diciembre de 2009

babel

BABEL


En 1941 Benjamín Gluck, alias Don Pedro el almacenero, alias Pedro Mesina, el mueblero, alias mi padre; llegó a la Argentina con 17 años biológicos y 18 según el pasaporte. Según Mayer su padre venían escapando de la guerra, para vivir otra vida, según Benjamín fue arrancado del Shtetl, en su Transilvania natal, porque mi abuelo pensó en la seguridad de sus hijos menores, y no contempló que él, Benjamín, se había enamorado. Don Pedro nunca perdonaría a sus hermanos esa decisión que no tuvieron. Mi abuela Ethel nadie sabe que pensó, lo cierto es que calló en el único idioma que conocía con perfección de literata, el idish. Cualquier balbuceo hubiese sido acallado inmediatamente por Mayer, de un puñetazo seco y certero. En realidad la primera en venir fue la tia Jaiche, hermana mayor de Benjamín, se casó en Montevideo con el tío Aizik, que era comunista. Tuvieron un hijo que lo llamaron León que no circuncidaron1
Fueron a una colonia agrícola entre tropical y desértica, en el norte de Santa Fe. Allí, Benjamím descubrió un calor que no conocía, el monte, el asado, el mate y un idioma que primero tradujo, después pensó, y finalmente sincretizó con sus ocho lenguas de frontera. Primero creyó que estaba frente a la redención por el trabajo manual, que había aprendido de sus amigos del Hashomer o comunistas, y el espíritu colonizador que vio en otros inmigrantes. Así se casó, entre otras cosas, para tener su propia parcela de tierra, pero pronto descubrió que las tareas agrícolas no lo apasionaban, tuvo una hija, se separó y viajó a Rosario. Allí instaló un despacho de bebidas, con parroquianos criollos, que hablaban de fútbol y jugaban al truco, dos cosas que Benjamín, rebautizado ahora Don Pedro, nunca comprendería. Mayer, también se fue a Rosario para morir del cáncer que trajo de Europa.
Con el tiempo conocería a mi madre, Luisa o Lea, hija de un ruso comunista y alcohólico y de una lituana analfabeta; que vivía con sus seis hermanos en un conventillo del centro. Según su madre la “Leie” era “enferma de los nervios”, y con esto explicaba las veces que la había apaleado y atado desde chica.
Se casaron por “jipe”2, por civil no pudieron o creyeron que no podían, y tuvieron una hija a la que llamaron Sofía que cuando creció se hizo llamar Susana. Mientras tanto, Don Pedro dejó el despacho de bebidas y se convirtió en un próspero almacenero, compró un auto pero tuvo que venderlo porque no aprendió a manejar, y empezó una actividad que lo apasionaría: comprar y vender casas y mudarse a todas las que iba comprando. Mi madre a todo esto empezó a hacerse llamar Juanita y conoció varios manicomios y electrochoques, que hicieron lo que hacía su madre empíricamente.
Años después nací yo, me pusieron de nombre Mario en honor de mi abuelo Mayer y nunca cambié mi nombre ni acepté ningún apodo. Debería decir que me lo cambiaron, cuando empecé la escuela hebrea me llamaron Meir, pero sólo en el turno tarde, donde Guillermito se llamaba Neftalí; Sergio, Eliécer; y David era el único que conservaba su nombre.
El tiempo pasaba sin mayores sobresaltos para Pedro Benjamín, salvo por la muerte de su hermano menor, Mesilin o Manolo para los amigos de escolazo y burdeles. El tío Manolo estaba carcomido por un cáncer, que le había tomado cerebro.
La escuela hebrea, además de cambiarme el nombre, me enseñó un nuevo idioma que me permitió entre otras cosas llamar correctamente las festividades judías. Así Rosh hashune se empezó a llamar Rosh Hashana, Yom Kiper Yom Kipur y el plebeyo y diaspórico Shabes se transformó en el originario Shabat. Mi deporte predilecto fue corregir a mi padre en su incorrecto hebreo, y mi ilusión fue por fin poder hablar con mi abuela Ethel sin traductores. Pero ambas fueron tareas vanas, mi padre siguió pronunciando como antes y mi abuela no me comprendía, sólo atinaba a responder siempre con el mismo sonsonete ¿por qué no se aprende idish?...
Así pasó una parte de mi infancia, entre idiomas, dialectos y cocoliches, hasta que un dia mis padres decidieron que fueramos a Israel. Mi padre soñó con la vuelta al shtetl, mi madre con un lugar donde nadie recordaría su paso por el psiquiátrico, mi hermana con el pais al que todo joven judío tarde o temprano iba a ir, y yo en que de una vez por todas los que me rodeaban y yo mismo tuviéramos un solo nombre y habláramos un mismo idioma.
Las ilusiones duraron poco y pronto Benjamín descubrió que eso era el desierto del Neguev y no los Cárpatos y que ninguno de sus ocho idiomas servían en Beer Sheva. Mi madre pudo vivir sin los viejos estigmas, pero se apropió de otros nuevos, y mi hermana lamentó haber perdido su viaje iniciático. A mí no me llamaron Meir como en la escuela hebrea, la maestra había decidido dejarme mi nombre original, tal como ella lo entendía o lo podía proniunciar. Así, para ella y para mis compañeros de colegio me empecé a llamar Maggio, en un impensado cocoliche del español. Me encontré así con un nuevo idioma, que se parecía solo vagamente al que había aprendido en la escuela, y hablando y pensando en el con los israelíes y hablando y pensando en español en casa. También aprendí que había gente peligrosa a la que llamaban arabí,3 gente sucia a la que llamaban marrocanos, y gente bruta a la que llamaban grusines4.
En la pequeña torre de babel donde vivíamos había, de todo, menos arabes por supuesto, marroquíes de lejano origen hispánico, rumanos, rusos, georgianos y yemenitas. Por distintos motivos era difícil entenderse y por supuesto convivir y jamás supimos los nombres propios de nuestros vecinos, sólo su nacionalidad.
Los días transcurrieron y la diferencia se transformó en rutina, en el paisaje cotidiano que ya no asombra. Pero como en todo relato que se precie debe ocurrir algo extraordinario, aquí también ocurrió. El Yom Kipur de 1974, estalló una guerra, que los que estabamos en el edificio no entendimos del todo, pero que nos obligó a salir de nuestros departamentos y encerrarnos el el refugio. Al principio intentamos comunicarnos, los que sabían y los que no hablaron de pronto en hebreo, para saber si el otro tenía alguna noticia de lo que estaba ocurriendo. Todo era vaguedad e incertidumbre, y cada uno volvió a hablar en su idioma o la variedad que conocía, los soliloquios se transformaron en un coro caótico y alocado.6Por fin sonó la sirena que indicaba que se podía salir, y todo el mundo se llamó a silencio.
Cada uno fue a su casa, no hubo comentarios del tema, y volver al refugio, todos los días, se volvió rutina. Nunca más hubo un estallido como el del primer día, ya nadie creía seriamente que un bombardeo iba a destruirnos.
1. Cuando mis abuelos descubrieron que León no era circunciso, montaron en cólera. Mi abuelo los echó de su casa y mi abuela maldijo al bebé. Fue el primer arrepentimiento fuerte que el provocó su celo religioso, el chico, se descubrió después tenía una enfermedad incurable.
2. Casamiento religioso judío, recuerdo al lector que el judaísmo permite el divorcio.
3. También los árabes eran gente sucia, por lo menos era lo que decia la morá de actividades prácticas cuando, al ver mis trabajitos, me decía
- No seas sucio como un árabe.
4. Georgianos, en hebrero. Eran unos montañeses muy divertidos, todas las noches estaban de fiesta. Nunca supe cuantos eran, pero eran muchos
5. Día del perdón. Para mí era el dia que todos íbamos a la sinagoga y nos encontrábamos con familiares, amigos. Mis padres ayunaban pero me llevaban a comer un carlitos en el bar de la esquina.
6. Algún tiempo después escuché el mismo griterío en una misa pentecostal

2 comentarios:

german dijo...

Bárbaro, Mario. es un relato ameno e interesante (aunque lo lea alguien que no te conozca).Esta lleno de verdaderas vivéncias , repleto de personajes exóticos(por lo culturalmente extraño que se nos aparecen)y coloreado de diversos matízes. Arriba el Saladillo que acabó siendo en puerto seguro para toda esa gente de bien que decidió (o no) habitar el suelo argentino...

Anónimo dijo...

si, german el saladillo esta peresente ¿viste que cuando uno no esta se da cuenta de lo que es ese lugar?